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Por María Teresa Compte Grau

El día 28 de abril de 1973, a la edad de 91 años, falleció en la ciudad de Toulouse el filósofo francés Jacques Maritain. En la hora de su muerte era fraile de la orden fundada por Charles de Foucauld. Los Hermanitos de Jesús eran amigos de Jacques y de Raïssa Oumançoff, su esposa. Y cuando esta falleció, Maritain decidió irse a vivir con sus amigos. Les conocía desde antes de que en 1933, tal y como cuenta en su libro El campesino de la Garona, participara en la toma de hábito de los cinco primeros hermanitos. En el contexto de los 50 años del fallecimiento de Jacques Maritain, esta es solo una de las tantas riquezas que sigue destilando una vida que, de manera inexplicable, permanece oculta para el catolicismo español.

Maritain fue un insigne filósofo, pensador, escritor, hombre de acción y profesor. Fue un reformador, un verdadero demócrata y un ferviente católico. Y fue esposo y amigo. Jacques Maritain y Raïssa Oumançoff hicieron de su casa, «su modesta casa», como escribió François Mauriac en las páginas de Le Figaro, «uno de los centros de vida espiritual más fecundos de Francia e incluso de Europa. Con ellos el conocimiento se convierte en amor: el orden del espíritu se encuentra con el orden de la caridad; ese es el secreto de todo, porque donde hay fidelidad, hay caridad».

Con todos sus amigos, desde Leon Bloy hasta Jean Cocteau y Julien Green, pasando por Henri Bergson, Emmanuel Mounier, André Gide, Yves Congar, Nikolai Berdiaev, Charles Péguy, el matrimonio Van der Meer, Pierre y Cristina y Giovani Montini, el Papa Pablo VI, edificaron una comunidad de vida basada en la fraternidad y no en la unidad doctrinal. A esta cuestión dedicó Raïssa un maravilloso libro titulado Las grandes amistades (1949). La amistad fue para los Maritain uno de los vínculos de orden espiritual que configuraron su relación conyugal y familiar, sus relaciones sociales y, en el caso del filósofo, su filosofía política.

En un contexto histórico marcado por fuertes controversias ideológicas y conflictos bélicos devastadores, Maritain introdujo en el pensamiento político la noción de amistad cívica. Frente a una noción instrumental y técnica de la política y la acción política, orientada a la conquista y el mantenimiento del poder, Maritain escribió sobre la búsqueda y la realización de la verdad y el bien en la constitución del orden social y político. De ahí su antimaquiavelismo, cuyo antídoto era y es, precisamente, la amistad cívica. Esta fuerza de orden espiritual no requiere la identidad doctrinal, sino la unidad en torno a cuatro evidencias éticas: la fraternidad, el aprecio por la caridad y la buena voluntad, la dignidad de la persona con los derechos que entraña y el respeto al orden de la libertad querido por Dios.

El fermento de relaciones cívicas de amistad es el amor que, en clave cristiana, se sustancia en el amor universal predicado por Jesucristo en el sermón de la montaña. Sobre esta cuestión, Maritain entabló un interesante y enriquecedor diálogo con otro insigne pensador: Raymon Aaron. Sus tesis, de las que su introducción a la obra de Max Weber El político y el científico (Alianza Editorial 1979), son una buena síntesis, se oponían frontalmente a las de quien, como Maritain, dedicó cientos de páginas a la razón última del orden político, que no es el poder, sino el bien común. Persona y sociedad (1939), Los derechos humanos y la ley natural (1942), El fin del maquiavelismo (1942), Cristianismo y democracia (1943), Principios de una política humanista (1944), La persona y el bien común (1947), y, por supuesto, El hombre y el Estado (1951), publicado por la Editorial Encuentro con motivo del 50 aniversario del fallecimiento de Maritain, son algunos de los títulos en los que este gran filósofo consagra las ideas aquí solo apuntadas.

Su olvido, como escribió Eugenio Nasarre en El Debate, «es un mal signo». Jacques Maritain, escribe Nasarre, «se ha alejado demasiado de los hombres y los católicos de nuestro tiempo […]. Busquemos la forma de leerlo o releerlo, porque ayudará a la comprensión de los problemas de nuestra época y de sus desafíos, así como para descubrir posibles caminos hacia una civilización que dará a los hombres, no ciertamente la felicidad perfecta, pero sí un ordenamiento más digno y los hará algo más felices en la tierra». Merece la pena sumarse a este empeño intelectual y práctico al que invita Nasarre. Entre otras razones, porque disipar las tentaciones del perfeccionismo en la vida política es el primer paso para poder participar activamente en la promoción del ideal de vida buena para los hombres y mujeres que viven en común.